De la lectura de la biografia de l’escriptora ucraïnesa jueva Irène Némirovsky, escrita per la seva filla Elizabeth Gille, en destaco un fragment que il·lustra la barbàrie d’una època no molt llunyana, ni temporalment ni geogràfica.
La filla de l’escriptora (i germana de la que seria la biògrafa), d’onze anys, es posa malalta en un poble de la França ocupada.
Se quejaba de dolores de vientre, vomitó y le diagnosticaron una apendicitis que a las pocas horas se transformó en peritonitis aguda. Se imponía una operación urgente pero, ¿cómo íbamos a trasladarla a un hospital o a una clínica? Dado que somos judíos de la zona ocupada, no teníamos derecho a abandonar la comunidad ni a salir siquiera entre las ocho de la noche y las seis de la mañana. Le subió la fiebre, comenzó a delirar, lloraba de dolor y nosotros nos retorcíamos las manos de desesperación. Al final el médico encontró a un buen hombre del pueblo que tenía gasógeno y que se avino a transportarla hasta Luzy. La envolvió en una manta, la tendió en su coche y se marchó con ella. No volvimos a tener noticias suyas hasta que nos la devolvió, casi inconsciente, el día siguiente a mediodía. Nos contó su odisea: ni una sola clínica había querido acoger en plena noche a aquella niña de once años que corría peligro de morir pero que llevaba la estrella amarilla. Tuvo que llamar a muchas puertas antes de encontrar a un cirujano que se aviniese a operarla en la mesa del comedor de su casa. Salió de la anestesia llamándonos a gritos entre dos accesos de náusea y el hombre nos la trajo, pese al riesgo, porque el médico no se atrevía a tenerla más tiempo en casa.
La guerra és terrible, terrorífica, però de vegades són situacions com aquesta, viscudes lluny de la violència oberta del front, les que mostren la cruesa de la maldat, i la por que se’n deriva, amb totes les conseqüències. Ho vaig escriure fa temps a propòsit dels mateixos personatges, però no puc deixar de repetir-me.
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