Reprodueixo l'article de Joan de Sagarra publicat el diumenge 4 de març a
La Vanguardia. És un article rodó. És l'article que m'agradaria escriure algun dia.
Crónica de PerpiñánEl jueves me fui a Perpiñán a ver
La môme, la película de Olivier Dahan sobre la Piaf (les hablaré de ella en el suplemento Cultura/s, el próximo día 28). Cogí el talgo de las 8.45 y llegué a la estación de Perpiñán a las 11.42. Un recorrido de tres horas que se hace pesado, sobre todo al regreso. Dicen que con el AVE no llegará a la hora. Me fui al Hôtel de France, un hotel de tres estrellas que hay en el Quai Sadi Carnot, a un paso del Castillet. No había reservado habitación pero, tal y como había previsto, no tuve ninguna dificultad en encontrar una libre, la 107, 66 euros por una noche, más un euro de taxe du sejour.
El Hôtel de France se cae a pedazos, pero sigue siendo mi hotel. Es, con la terraza del Grand Café de la Bourse, frente a la Lonja, mi principal referencia perpiñanesa. En ese hotel solía encontrarme con el presidente Tarradellas durante los últimos años del franquismo (y con una novia perpiñanesa que tuve cuando era jovencito). La última vez que estuve en el Hôtel de France las fotografías de los presidentes Macià y Tarradellas estaban colgadas en un lugar preferente, frente a la recepción; ahora han sido relegadas al primer piso, en un rincón oscuro, junto al ascensor. En mi última visita todavía vivía la señora Antonia Macià, mi querida Antonieta, y recuerdo que el conserje, un chico muy simpático, me dijo: "La señora marquesa (la marquesa viuda de Tarradellas) todavía nos visita de tarde en tarde".
La habitación 107 es una habitación correcta. Han cambiado el baño, tiene televisión (cuando llego la enchufo y veo a Cuní hablando del etarra De Juana Chaos), pero ha desaparecido el mueble bar. La última vez que estuve en ese hotel era un primero de julio, la temperatura era de 38 grados y en la neverita sólo había un par de botellitas de agua y media docena de esas infectas bebidas enlatadas de la familia de las colas.
Ni una gota de alcohol. Me doy una ducha y bajo a la recepción. La señora me pregunta si me ha gustado la habitación. Cortésmente, le respondo que sí, y la señora me dice que es la misma habitación que había ocupado el aviador y escritor Antoine de St.-Exupéry en uno de sus últimos vuelos a Perpiñán, poco antes de su desaparición en las aguas del Mediterráneo. Compro
L'Indepéndent en un quiosco y me voy a tomar una copa en la terraza del Gran Café de la Poste, junto al Castillet, a la salud de Saint-Exupéry.
Jamás formé parte de aquella parroquia que, los fines de semana del franquismo, subía a Perpiñán a comprar queso y libros de
El Ruedo Ibérico, a ver cine marxista y algún que otro filme porno, y fotografiarse bajo la senyera del Castellet con toda la parentela embelesada, tanto si quieres como si no. Mientras me tomo mi whisky veo pasar un montón de cochecitos con bebés y de chicas embarazadas. Perpiñán está cambiando, me digo para mí. Me tomo una segunda copa y me voy a Le Vauban, una brasserie situada en el Quai del mismo nombre, donde la señora del hotel me ha dicho que se come muy decentemente. El plato del día es una lubina salvaje al horno con un arroz con chorizo (26 euros). El pescado está riquísimo, pero el arroz está demasiado hecho, parece una pasteta, aunque de sabor no está mal. Me lo sirven con una botella de Chablis. Mientras me tomo el café con un marc de Banyuls y enciendo mi primer habano (en el talgo no se fuma), rodeado de funcionarios de la Prefectura y de los juzgados, me siento extraño. ¿Qué demonios haces en Perpiñán, me digo, yendo a ver una película de la Piaf? Luego me entero de que la Piaf también durmió en el Hôtel de France. En la habitación vecina a la mía.
Siempre me he sentido un poco incómodo en Perpiñán. Aparte de mi novia perpiñanesa, del presidente Tarradellas y de algún amigo, como el filósofo Joan Borrell (Tuïr 1938, París 1992), con el que solía encontrarme más en París que en Perpiñán, apenas tengo memoria de la ciudad. Nada me ata a ella. Pero eso no explicaría mi incomodidad. Mi incomodidad me viene, creo, de un antepasado, un tal François de Sagarra "second president mortier du Conseil Souverain du Roussillon, gouverneur des comtes de Cerdagne et de Roussillon, sous le règne de Louis XIV", el llamado Scarpia catalán, el gran traidor. És un Sagarràs! es un insulto que, por suerte, ya no se oye en las calles de Perpiñán. "Sagarra -escribe un historiador- n'existe plus qu'à létat de fantôme, errant, la nuit, dans les alées désertes de l'ancien palais de la Diputation, siège de la Royale Audience et de la cour du Conseil Souverain".
Yo creía que la película la pasaban en el Castillet, junto a mi hotel, pero resulta que aquel cine en el que los barceloneses iban a ver
El último tango en París, actualmente está en obras, y La môme, la película sobre la vida de la Piaf, sólo la pasan en dos megacines, en el Méga Castillet, en la carretera de Argelès, a unos siete kilómetros de Perpiñán, y en el Méga CGR, en Rivesaltes, un poquitín más lejos. Cojo un taxi y me voy al Méga Castillet. El trayecto me cuesta el doble de lo que me costará la entrada al cine. Le pregunto al taxista si hay algún autobús para regresar a la ciudad. El taxista me dice que cuando termine la película (que dura dos largas horas, a las 21.30), ya no hay servicio de autobús. Así que quedo con el taxista para que me recoja a esa hora, en la puerta del cine. A la hora convenida, el taxi no aparece. Aguardo una media hora y decido ir a cenar algo y luego llamar a un taxi para que me devuelva a Perpiñán. Puedo escoger entre una pizzería,un tex-mex, una crepería, una marisquería, un bar de tapas y un restaurante en el que sirven carnes a la brasa. Escojo este último. La Boucherie, donde me regalan con un buen filete de buey con una botella de Château Valmy, un tinto de Argelès, y pido un taxi que llega justo cuando termino el café. El trayecto de regreso me cuesta casi el doble que el de la ida, pues se aplica la tarifa nocturna. Con el taxista comentamos que es una vergüenza que para ver una película en Perpiñán uno tenga que hacer siete kilómetros en coche (en la ciudad sólo funciona un cine, de arte y ensayo, el Rive Gauche, del mismo propietario que el Castillet y el Méga Castillet). El taxi me deja en la plaza Arago. Es cerca de medianoche y todas las terrazas están cerradas. Recorro el Quai Sadi Carnot como si fuese el fantasma de François de Sagarra, subo por la calle Louis Blanc y me instalo en la terraza del Gran Café de la Bourse, que por suerte permanece abierta. Estoy solo, pido un Ballantines con hielo (9.80 euros, un robo), y me lo bebo tranquilamente -la temperatura es ideal- mientras le guiño el ojo a la Venus de bronce de Maillol. Ya en el hotel, me acuesto y sueño con una Piaf con el rostro del pequeño Príncipe, una Piaf drogada, deshecha, cantando el Non, je ne regrette rien antes de caer desplomada en el escenario del Olympia. A la mañana siguiente me doy un garbeo por las paradas de frutas y verduras de la plaza de la República. En una tienda, una viejecita con un bulldog francés, casi tan diminuto como ella, compra medio kilo de caracoles. "Ils sont pour la petitte", dice la viejecita señalando al animalito, "elle les aime bien". En otra tienda me compro un tarro de Couilles du Pape, confitura de higos de la Provenza, y me siento a tomar una copa en el Gran Café (aquí todos los cafés son grandes) de la Paix, frente a una mesa donde unos chicos con camisetas de los Dragons Catalans hablan de rugby. Escucho su conversación con interés, con simpatía y, por un momento dudo en acercarme a ellos y sumarme a la misma. Soy injusto con Perpiñán. Sí que tengo una memoria perpiñanesa, amén de mi antigua novia, del presidente Tarradellas, de mi amigo Joan Borrell y del fantasma del traidor de mi antepasado. Porque si bien no fui jamás a ver una película marxista o una película porno, he pasado alguna que otra espléndida tarde en el campo del USAP. A mí me gusta el rugby, sí señor (y he de agradecerle a Rafael Ramos su crónica del domingo pasado sobre "la gran venganza irlandesa" frente a Inglaterra, en Croke Park. Es de agradecer que en La Vanguardia escriban y escriban bien sobre rugby).
Por la tarde, antes de coger el tren de regreso a Barcelona, fui a dar una ojeada al Fnac, en el viejo edificio de Aux Dames de France. Me compré el último disco del joven Aznavour, Colore ma vie , una grabación realizada en Cuba con Chucho Valdés, y, cómo no, una reedición de Le temps des Boni , de Denis Lalanne (la primera edición la perdí), donde el gran periodista de L' Équipe narra la vida y hazañas de los hermanos Guy y André Boniface, los célebres Boni, una leyenda del rugby francés de los años cincuenta y sesenta. Del rugby-cassoulet, como decíamos entonces, cuando yo iba a Perpiñán a ver jugar al USAP y era feliz.
Joan de Sagarra