30.9.06

Primer text de ficció

Tal com vaig anunciar fa unes setmanes, provaré d'incloure també textos propis de ficció en el bloc. En aquest cas, es tracta d'una narració curta.


Despedida

Tren, camina, silba, humea,
acarrea
tu ejército de vagones,
ajetrea
maletas y corazones.

Antonio Machado, Otro viaje

Llegaron a la estación muy de mañana, a las 7:26. Exactamente once minutos antes de la hora prevista para la llegada del tren. El rojo del semáforo delataba que aún quedaba tiempo. Tiempo para las despedidas, tal vez para las lágrimas. Era febrero y hacía frío. Las pasarelas de madera que cruzan las vías estaban cubiertas de una escarcha viva y brillante que instaba a pisarlas con sumo cuidado. Bajaron del coche, protegidos con abrigos y bufandas. La madre lo abrazó con fuerza. “Déjalo ir, un día volverá, es mejor así, dejándolo marchar” rezaba una canción que escuchaba de joven, justo cuando conoció a J, quien después sería su marido. Siempre escuchaba esa canción después de despedir a J en esa misma estación, cuando eran novios, los domingos por la tarde. De eso hacía ya más de treinta años y ella tenía la misma edad que su hijo ahora. Qué ironía, la misma canción para una nueva despedida. “¿Qué es la vida? Absurdo trajín” decía otra canción de la misma época y en esos momentos no podía estar más de acuerdo. Cuántos cambios, alegrías, pesadumbres, esfuerzos se dan en una vida. ¿Útiles o vanos? No sabría decirlo. Sólo sabía que sentía una profunda tristeza al dejar ir a su hijo. Un ardor en el estómago que le quemaba los ojos.
El hijo estaba muy serio. Quizás sentía más miedo, temor, que tristeza. Veía como su cómoda vida se desvanecía por momentos. Dejaba atrás el cariño, la protección, la seguridad, por un futuro desconocido. Notaba un cierto remolino en los intestinos.
El padre, por su parte, había preferido no acompañarles. Se quedó en casa, solo. Por la noche casi no había dormido. En las largas horas en velo, su vida había pasado ante si como una película. Como ocurre, según cuentan, justo antes de morir, aunque más lentamente, deteniéndose sobretodo en los años de su juventud. Los estudios, los planes, las expectativas, las esperanzas... ¡Cuántos anhelos! Toda una vida por delante y una maleta llena de ambiciones. Unas ambiciones que se fueron quedando poco a poco en el camino, inútiles como hojarasca. Y ahora era su hijo quien cargaba esa misma maleta, llena a rebosar de ilusiones. Como los artistas decimonónicos que cogían el tren de París. El padre nunca quiso que su escepticismo manchara las ilusiones de su hijo, vírgenes aún. Era otra vida, otro futuro. Y aunque ese futuro muy pronto sería también pasado, tal vez un gris pasado, no creía tener derecho a contar según qué verdades. Y pese a que adoraba a su hijo, consideraba preferible verlo caer, sufrir, a, como vulgarmente se dice, cortarle las alas. Cómo hieren el cariño y el tiempo, pensaba el padre mientras la madre y el hijo esperaban en el andén.
En el andén, el aire gélido hería también. Se clavaba en el rostro como flechas de hielo. Algunas figuras aisladas esperaban también, curvándose en sus gabanes para guarecerse del frío mientras expulsaban fugaces bocanadas de vaho. La luz despuntaba descubriendo un cielo azul espectral, delimitado por la nítida silueta de las montañas. Los ventanales de la estación permanecían cerrados mientras el viejo reloj marcaba la hora de un día muy lejano. Tal vez del día en que la madre daba a luz a aquel hijo. Fue un sábado de invierno, en una inhóspita clínica de la ciudad. El niño nació sin problemas, llorando. Como lloraron la madre y el padre ante aquel ser desvalido que tanto coraje les dio para vivir día a día. Recordaba esos momentos a la perfección mientras escondía la cabeza entre las anchas espaldas de su hijo para protegerse del aire y de la realidad. No lloraba, cerraba los ojos y aspiraba su olor. Un olor que se confundía con el de la lana y el del tabaco que desprendía su tabardo azul. No se oía aún el silbido del tren. Los raíles refulgían, brillantes, poderosos, futuristas, como una imagen perfecta del ambiente glacial que reinaba y del destino inclemente. Entre ellos, las piedras de granito que tantas veces había recogido de niña, seleccionando la mejor para su colección de minerales. Tal vez su vieja madre aun la guardara, encima de algún armario o en el altillo que había sobre el baño.
El hijo esperaba con impaciencia. Quería que todo terminara. No era falta de sensibilidad. Era su propia timidez que se conjuraba con la voluntad de acabar cuanto antes. Como cuando de niño había que arrancarse un esparadrapo: cuanto más rápido, mejor. Aunque su decisión era firme, tenía miedo a la duda. No quería pensar ni por un momento que había vuelta atrás. Quería mirar hacia adelante, hacía el final del túnel que atravesaría en unos minutos. No quería recordar.
El recuerdo es la peor de las drogas, pensaba el padre, mientras preparaba una taza de té en la cocina. Da un gran bienestar mientras se inocula lentamente y se deja la mente vagar en él pero después hiere y envenena. El recuerdo más auténtico es el de la infancia y la primera juventud, se decía también, mientras la cucharilla vertía los brillantes y minúsculos gránulos de azúcar en la taza de té. Las olas que generaba la cuchara en el líquido ambarino le recordaron por un momento las horas pasadas junto al río de niño, cuando con sus amigos lanzaban piedras haciéndolas rebotar sobre la superficie tenuemente viscosa del agua. O cuando competían para ver quien aguantaba más rato con el pie metido en el agua helada. Pensaba también en las primeras disputas con otros chavales del grupo en la primera adolescencia. Fueron tal vez las primeras decepciones que le deparó la vida, sus primeros encuentros con la mezquindad y la ruindad. Como cuando le expulsaron del equipo de fútbol por no querer plegarse a las estúpidas y pueriles directrices de algún joven aprendiz de tirano. De eso hacía ya cuarenta años.
A la estación iban llegando algunos viajeros, que se apresuraban para alcanzar el andén. Una vez allí, se relajaban y daban pequeños pasos de un lado a otro, sin sentido. Alguno golpeaba el suelo con la punta de los zapatos en un intento vano de hacer entrar los pies en calor. La madre y el hijo hablaban de temas banales.
- ¿Has cogido la máquina de afeitar? ¿No habrás olvidado el DNI?
Preguntas que añadían más tensión, si cabe, al momento. Sin embargo, el hijo contestaba con tranquilidad. La situación le impedía utilizar aquel típico tono con el que los jóvenes responden a la insistencia de sus madres. Mientras respondía miraba hacia abajo, a la carretera. La estación estaba situada en una de las laderas del valle y desde el andén opuesto a donde estaba el edificio de la estación podían verse el río y la carretera que discurría paralela a él. Pese a la temprana hora, la circulación era intensa, ágilmente intensa. Las lonas de los numerosos camiones que circulaban a aquella hora zumbaban a causa de la velocidad. Al hijo le parecía absurdo todo aquel frenético movimiento.
Desde la cocina, el padre veía pasar aquellos mismos camiones con algunos segundos de diferencia. Recordaba cuando sentaba a su hijo en el regazo y miraban pasar los coches por esa misma carretera. Entonces era casi un bebé. Ahora, el padre sentía no poder hacer nada más que ver pasar los coches, otros coches, y beber, lentamente, la taza de té. En sus pensamientos la tristeza por la partida del hijo, por su futura lejanía, se mezclaba con la inquietud. Lo que más deseaba en el mundo era que su hijo fuera feliz. Y temía que no lo fuera. Hasta hora, junto a ellos, su hijo no había vivido. No, no había vivido en el sentido completo del término. Se había encontrado con dificultades, problemas, peligros, desilusiones, sin duda, pero no se había enfrentado a pecho descubierto con el mundo. Y eso era vivir: esquivar puñales sin escudo.
La madre, en la estación, se preguntaba qué era la vida. La vida era un hermoso sábado de invierno, frío y claro, con los árboles desnudos, que transcurría lentamente tras un amplio ventanal. Pero la vida era también una oscura noche de domingo, sudando entre las sábanas, con la cabeza llena de dudas y temores. Lo peor de la vida era ese miedo: el temor al futuro y a lo desconocido. Lo mejor de la vida era el sol, el aire, la amplitud del cielo, la seguridad, el cariño.
El hijo no hubiera sabido decir qué era lo mejor de vivir. Tal vez cuando alguna chica se quedaba absorta en sus falsamente seguras explicaciones, mirándole con aquellos ojos grandes, sin parpadear. O cuando charlaba con sus amigos sin ningún complejo, riéndose a carcajadas, sin miedo a nada. Pero ahora sí sentía miedo. Miedo al mañana y a la decepción. Quería demostrar su valía. Y empezar cuánto antes. Y el tren no llegaba nunca.
El padre miró el reloj de la cocina. Pronto oiré el pitido, pensó. Y recordó, sin saber por qué, la primera vez que llevó a su hijo al fútbol. Y vio con nitidez la cara de ilusión del niño, enmarcada por la bufanda y el gorro con los colores de su equipo. Recordó aquellos enormes bocadillos, como cohetes metálicos dentro de la bolsa de plástico. Y la admiración del hijo al ver por primera vez aquel verde tan intenso del césped bajo la luz de los focos del estadio. Aquel día empataron a cero y aún recordaba su profunda decepción porque el hijo no pudo vivir la mágica alegría de cantar un gol en el campo.
Al fin, el padre oyó un ruido familiar. Era el tren. Miró de nuevo el reloj. Era la hora. Lo vio pasar entre los árboles, con las luces de las ventanillas resplandeciendo. Iba rápido y muy pronto llegaría a la estación. Pensó en todos los trenes que había cogido en su vida. Muchísimos, pero ninguno era como aquel. Aquel era el tren que llevaba a su hijo a la vida y que a él le traía ya la vejez. Siguió sorbiendo el té, era todo cuanto podía hacer.
La madre y el hijo seguían en el andén. No sabían qué decir y estaban inquietos. La madre no quería llorar. Hacía grandes esfuerzos para no hacerlo. Sus enguantadas manos temblaban. Cogía a su hijo por un brazo, con ambas manos, apretándolo con fuerza. Quiso cantarle una canción como cuando era un bebé pero no lo hizo. Quiso decirle algo, darle un último consejo, expresar una muestra final de afecto pero no pudo.
Y llegó el tren a la estación, potente, incontestable, insolente. Pitó un par de veces y se plantó ante los viajeros con todo su esplendor. Iba casi vacío. Los pasajeros ya instalados miraban a los que subían con desconfianza, como a invasores de su territorio. Subió el hijo con sus bolsas. Miró a su madre desde la plataforma y le dijo adiós con la mano, forzando una sonrisa. Buscó un asiento libre, colocó las bolsas en el portaequipajes, estirando los brazos, y se quedó unos segundos inmóvil ante la ventana, con el cuerpo tenso y la mirada perdida. Reaccionó y se sentó. Sonó el aviso y las puertas se cerraron. El hijo sonrió de nuevo y saludó a su madre. El tren arrancó suavemente. El hijo siguió saludando con la mano mientras giraba progresivamente la cabeza.
La madre gritaba el nombre de su hijo con la voz no muy alta mientras movía ambas manos rítmica y apesadumbradamente, caminando en la misma dirección del tren. Veía como el rostro de su hijo, tras el cristal, se iba alejando. Al final ya no lo veía y el tren se iba haciendo cada vez más pequeño hasta que desapareció entre unas rocas. Miró a su alrededor. Estaba sola en el andén. Hacía mucho frío. Su hijo se había ido. No lloraba.
Copyright d'Àlex Figueras